Historia de la Costura I: La aguja
Un pueblo sin el conocimiento de su historia pasada, su origen y cultura es como un árbol sin raíces.
-Marcus Garvey-
Una aguja es un filamento de metal, cobre u otro material duro, de tamaño relativamente pequeño, generalmente recto, afilado en un extremo y con el otro acabado en un ojo o asa para insertar un hilo. Es empleado desde tiempos prehistóricos para coser.
La aguja y el hilo se utilizan básicamente para unir piezas de telas, pieles u otros materiales entre ellas. Podemos pensar que estos objetos se inventaron cuando el ser humano comenzó a utilizar las pieles de los animales que cazaba, pero la realidad es algo diferente.
Se utiliza desde hace más de 20 mil años. En la prehistoria se hacían de madera, roca o hueso y más tarde comenzaron a hacerse de hierro o de metal.
La primera especie humana que utilizó las pieles como vestimenta fue probablemente Homo erectus, que ya habría perdido gran parte de su pelo corporal y, al expandirse a latitudes superiores, más frías, necesitaba prendas para evitar la pérdida de calor corporal. La invención de los raspadores de sílex, que se utilizaban para limpiar y curtir las pieles, marcarían este momento hace casi un millón y medio de años.
Sin embargo eran prendas muy sencillas, aprovechando las pieles enteras o grandes piezas separadas, sujetas al cuerpo con otras tiras de piel o tendones.
El desarrollo de vestimentas más complejas va aparejado a la propia evolución humana y al entorno que habitaban, y sabemos que el clima, por ejemplo, era más frío que en la actualidad, con varios períodos glaciares intercalados con breves etapas cálidas. Los neandertales, hace 200.000 años, ya vestían túnicas y capas realizadas con trozos de piel que eran cosidos entre ellos con largos tendones de animales o tiras de cuero.
Al pasar el tiempo, el hombre aprendió a utilizar hilos y cordajes para coser piezas más pequeñas y así aprovechar las pieles de animales chicos, como conejos, zorros, hurones, etc. En esta etapa la humanidad también aprendió a coser pieles para otros usos, como bolsas, tiendas de campaña, contenedores de agua, etcetera.
Lógicamente, se necesitaban agujas suficientemente fuertes y afiladas para perforar las gruesas pieles. Llamativamente, el diseño original de las primeras agujas se sigue manteniendo hasta el día de hoy, con cambios que han mejorado los materiales y el diseño de las que se utilizan hoy día.
Y claro, hacían falta agujas de buena calidad, resistentes y de puntas afiladas. Las primeras que encontramos en los yacimientos son de hueso o asta de ciervo y en algunos casos, de marfil. Están tan bien diseñadas, que apenas han cambiado en tantos miles de años: agujas con ojo, agujas sólo con punta, y en algunos arpones de hueso podríamos incluso identificar la forma de las modernas agujas de ganchillo. Y por supuesto, se utilizaban para tantas cosas como hoy en día: costura, caza-pesca, cosmética, medicina, adorno personal.
Con el Neolítico (VIII Milenio antes de Cristo) se desarrolla la tecnología del hilado de fibras animales (lana) y vegetales (lino), y su tejido posterior en telares manuales. El trabajo con la tela hace que se inventen agujas con cabeza (alfileres) para hacer composturas previas al cosido, y al mismo tiempo, las agujas de coser se adelgazan para trabajar con hilos de menor grosor y para permitir trabajos delicados como el bordado.
La siguiente evolución de la aguja llega con la invención de los metales, que permiten el diseño de agujas curvas para trabajos específicos y con una mayor resistencia a la rotura o la pérdida de filo, y facilitan su fabricación. Primero en cobre, después en bronce, en hierro o en acero, actualmente encontraremos agujas diferentes para decenas de trabajos distintos, pero basadas en aquel diseño inicial de la Prehistoria.
Historia de la Aguja en Grecia, Roma, Egipto y Babilonia
En Grecia y Roma se fabricaron agujas de los más diversos materiales, desde el hueso o el marfil a la madera, la plata y el oro. Entre las ruinas de termas y templos, de villas y casas a lo largo del Imperio son numerosos los ejemplares de agujas romanas halladas.
Procedentes de las antiguas ruinas de la Pompeya del siglo I son algunos ejemplares que apenas difieren de las modernas: agujas de hierro pequeñas, de unos tres centímetros de largo que aparecen junto al canastillo de modista con su dedal y sus botones incluidos.
Hubo también agujas de coser de bronce, marfil e incluso de madera, aunque lo corriente era hacerlas de hueso. Su agujero era tan pequeño que costaba enhebrarla.
Ya entonces se guardaban en acericos en forma de tortuga (símbolo de la paciencia y tranquilidad que necesita la costurera), o acericos de oro, pues los acericos romanos o aciarium = portador de agujas, fueron objeto de regalo a doncellas casaderas para que fuera confeccionando su ajuar.
Además de la aguja se necesitaba hilo y dedal. Como hilo se utilizó fibras vegetales y tendones finos de animales, generalmente el ciervo y el toro; también se recurrió a otro tipo de fibra: hay que tener en cuenta que el hilado y el tejido son artes muy antiguas.
Aquellos sastres prehistóricos tenían conocimiento de costura: daban las puntadas alternas, muy separadas una de otra, a modo de toscos hilvanes, pero tan eficaces que el atuendo aguantaba el ejercicio violento de la caza.
Culturas tan sofisticadas como la babilonia, la civilización egipcia, la griega y la romana apenas introdujeron otro cambio que el uso de los metales en su elaboración, salto que parece considerable, pero que no variaba el fondo del invento.
De hecho la aguja de hueso era más resistente que la aguja de cobre, por eso la aguja egipcia, que era muy larga, se rompía con facilidad, por lo que se aprovechaban los fragmentos para confeccionar agujas más pequeñas.
Historia de la aguja de coser en España
En la España prerromana, como muestran las evidencias arqueológicas extremeñas de Cancho Roano, las agujas alcanzaron gran sofisticación, como corresponde a una cultura muy avanzada en las artes textiles.
Las hubo de bronce, guardadas en estuches de hueso, y también agujas de hueso con doble ojo.
Pero la fabricación de la aguja de coser experimentó gran auge y desarrollo en torno al siglo XIV. En Oriente tuvieron fama las agujas de Damasco y Antioquía; y en Occidente las de Toledo obtuvieron tal prestigio que desbancaron a la aguja alemana de Núremberg hacia 1370.
En Toledo se fabricó todo tipos de agujas de coser: aguja de ojalar, de costura, de aforrar, de sobrecoser, de zurcir, de embastar, de pegar botones, de fijar galones, de verdugado o vestiduras que las mujeres usaban debajo de la basquiña para ahuecarlas.
Todas tenían fama de no romperse e incluso circularon refranes y dichos al respecto: “Aguja toledana, una no más; y aún se abollará el dedal”.
También fue famoso el dedal de bronce árabe español fabricado en Córdoba, Granada y Toledo en forma cilíndrica y gran profusión de adornos. Hubo agujas especiales: como la aguja virguera.
La virguería requería destreza y pulso firme con la aguja de plata para hacer pasar por virgen a quien no lo era. El virguero salvaba la honra de la mujer soltera que perdía su doncellez.
Historia de la aguja de coser en Europa
A partir del XV, la competencia de las agujas de hierro de los Países Bajos empezó a notarse, pero no desbancó el prestigio de la aguja de coser española, que llegó hasta el XVII en que empezó a introducirse en Castilla la aguja extranjera de inferior calidad y más barata.
Aquello haría que las agujas de Siria y España, de mayor calidad, fueran sustituidas por agujas alemanas e inglesas.
Las ciudades de Aquisgrán y Birmingham comenzaron a fabricar agujas de acero pulido de tal calidad y precio que ya no era fácil competir, y se dio el caso de que para vender el producto a mediados del XVIII (1765), era preciso ponerle etiqueta inglesa.
Eran empleadas incluso para confeccionar los vestuarios de los teatros más importantes.
Para competir con Alemania e Inglaterra los franceses inventaron la aguja inglesa, es decir: utilizaron las mismas técnicas y materiales que los ingleses, y la competencia se trasladó a los precios que estuvieron a punto de hundirse. Los alemanes vendían sus agujas de doce francos el millar, a siete francos.
Los franceses no pudieron aguantar el empujón y sus fábricas de Lyon y París desaparecieron.
Los alemanes continuaron bajando los precios, de cinco francos el millar pasaron a tres, y luego a un franco y medio y se hicieron con el mercado. Hasta el primer tercio del XIX, en que comenzó a introducirse la máquina de coser, la aguja fue el único útil para confeccionar vestidos.
Algo tan simple como ella ha perdurado desde la Prehistoria hasta hoy sin grandes cambios. Es uno de los ejemplos de invento nacido en estado de perfección.
Fabricación de agujas
Para la fabricación de agujas se efectúan cerca de 80 operaciones según el procedimiento.
Primeramente los alambres de hierro se estiran en la trifilería al calibre que requiere la dimensión transversal de las agujas, se forman luego paquetes o mazos que se someten a una cuidadosa verificación, escogiendo los buenos y devolviendo los defectuosos a la trifilería, los paquetes se llevan a una máquina que se encarga de devanar y cortar los hilos o alambres a una longitud igual a dos agujas, esta máquina que se asemeja mucho a las cardas, corta por día hasta 300 000 trozos de metal.
Se compone de seis devanaderas y seis pinzas que al traer el hilo de acero lo presentan cada una a una especie de tijera que corta cada extremo asido, en el momento que otra pinza se apodera del hilo; esta segunda reconduce el hilo entre las quijadas de la primera pinza por medio de un movimiento de avance y esta devanándolo, lo presenta a la tijera para ser cortado. Después a medida que los trozos caen en un depósito especial, una obrera los recoge y reúne en dos anillitas de acero formando haces de 5 a 6000 hilos.
Esos haces se colocan luego sobre platillos de hierro, se introducen en un horno, donde se calientan hasta alcanzar el color rojo cereza llevándolos inmediatamente después a una máquina destinada a enderezar matemáticamente los trozos de alambre en parte plegados y torcidos por las máquina de cortar, se compone de dos planchas metálicas dispuestas, con dos ranuras destinadas a encajar los anillos de acero. Una de las planchas de fundición, inmóvil, fija horizontalmente a un banco pesado, la otra es de hierro llamada raspador y movida por un balancín suspendido sobre el banco.
Esto hecho, se retiran los anillitos de los trozos, que van a parar a otra máquina entre dos ruedas paralelas verticales que giran en sentido contrario con velocidad uniforme. Durante dos ligeros intervalos presenta dicha máquina los trozos a una muela de gres que se mueve bajo dichas dos ruedas y que saca las puntas o afila sucesivamente ambos extremos.
Los trozos así afilados se blanquean o limpian colocándolos sobre una mesa de esmeril dotada de un movimiento continuo de vaivén por medio de un mecanismo; luego se enjuagan y estampan en su parte central correspondiente a ambas cabezas yuxtapuestas por medio de un martillo-pilón, que al mismo tiempo marca simultáneamente el sitio o emplazamiento de los agujeros que termina de perforar un taladro provisto de un punzón doble.
Como estos orificios tienen ángulos rudos a causa de las asperezas, una obrera se encarga de redondearlos mediante un punzón. Después de terminada esta operación se enfilan todos los trozos en dos brocas de acero de unos 12 cm de longitud, luego un obrero los encaja entre dos quijadas que sostiene en la mano y los presenta a una muela especial, elimina las asperezas.
Otro obrero recoge y con un golpe seco divide los trozos en dos agujas que siempre embrocadas, pasan a un tercer obrero que rendodea las cabezas con la tierra y las afina; otra vez se reúnen las agujas en haces que vuelven a someterse al horno y luego al raspador; finalmente, vuelven a enderarse y se sacan los anillos, se ponen sobre una hoja de papel de 10 cm de ancho por 25 de largo, se coloca el todo sobre una placa que está al fuegorojo, y cuando el papel se ha quemado, las agujas que han adquirido el color rojo cereza, se inmergen en una tinaja que contenga aceite de pescado y que se encarga de darles el temple.
Una vez templadas se escurren y después se agitan con aserrín para secarlas; acto seguido se seleccionan y alinean por orden en paquetes para recocerlas y templarlas de nuevo a fin de devolverles la flexibilidad necesaria.
Después se meten en sacos de sólido fieltro, con guijarrillos y se colocan en una mesa de pulimentar sobre la que funcionan cilindros de madera bastantes pesados.
Al cabo de una semana de fricción en esta forma se descosen los sacos, se sacan las agujas (que están cubiertas de barro) y se enjabonan metiéndolas en una especie de cuba suspendida, a la que un obrero o bien una correa, imprime un movimiento que los agita lo bastante para que puedan limpiarse. Una vez hecho esto, se introduce en un barrill lleno de aserrín removiéndolas mediante un eje central con el objeto de que se sequen.
Las obreras las examinan luego cuidadosamente, las seleccionan o escogen y en fin, las broncean, operación esta muy sencilla, pues una máquina compuesta de una rueda de unos 40 cm de diámetro gira entre dos recipientes, siendo el uno del distribuidor y el otro el receptor de las agujas, cada diente coge al pasar por el recipiente alimentados una aguja y la aproxima a unos mecheritos de gas, volviéndola a echar o soltar caliente aún, pero no roja, al recipiente opuesto.
Con esta operación termina la fabricación y las obreras empacadoras las seleccionan de nuevo, clasifican por calidad, cuentan, empaquetan y almacenan, todo lo cual se ejecuta con grandísima rapidez y seguridad de manera increíble. Existe hoy también un procedimiento alemán que se fabrican con alambres de acero.
En el comercio se clasifican las agujas de ojos largos, alargadas, cortas, medias y romas. Las de remendar, embalar, esterar, de guarnicioneros, se fabrican como las corrientes.
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